Thursday, February 09, 2006

Existen días donde todo parece más difícil, más extrañamente complicado.
Demasiado haraposa nos empieza a resultar la aburrida verdad de la piedra y los humanos, la de los múltiples tropezones y los aprendizajes temporales. Tarea que resulta demasiado sencilla en voz ajena.

Jamás me sentí más loca o menos brillante por gustarme el fuego. La caliente sensación de que algo repentino pudiera alterar mínimamente esa diligente frialdad de la que me hice cargo con tan solo quince años.
Me encanta ponerme las enormes y viejas botas que animan a mis pies a salir a la calle sin darme cuenta, y notar esa cálida sensación de incomodidad que a mi tanto me enloquece.

Tengo un miedo inexplicable a despertar una mañana y no sentir que quemo. Tengo miedo a no poder quemar a nadie nunca más.
Miedo a soplar muy fuerte y escapárseme sin querer un adiestrado golpe de vaho congelado.

Los días como hoy, esos que explicaba antes, van siempre acompañados de pequeños escalofríos que pretenden, diría yo, alejarme de este sitio tan caliente donde yo me he acomodado.
Y cuando a punto están de conseguirlo, aparece, como siempre, esa sensación que sin saber como empezó, ya todos le han puesto un nombre distinto y una forma diferente de aparecer.

Y de repente, como un golpe de aire, un tacto torpemente afeminado me devuelve a mi lugar.